Muchos son los estudios que se han realizado a lo largo de la historia con el objeto de determinar el modo en el que el individuo accede al conocimiento.
Tanto en seres humanos como en animales, los experimentos llevados a cabo en este campo coinciden en señalar la interacción con el entorno, la adquisición de habilidades y los resultados de la aplicación de éstas como piezas clave en el proceso hacia el conocimiento.
Estudiando el asunto desde una perspectiva conductista, hombres y animales responden por igual al principio de estímulo y reacción y es a partir de la experiencia continuada como determinados patrones se fijan en la psique de uno y otro, determinando sus futuras reacciones.
Buen ejemplo de esto serían los experimentos llevados a cabo por Pavlov en la Torre del Silencio.
Pese al hecho de que este mecanismo psicológico opere de manera similar en hombres y animales, es necesario trazar una línea divisoria si queremos analizar el modo en que el ser humano adquiere y desarrolla el lenguaje.
Han sido varios los lingüistas que a lo largo de la historia han defendido el argumento de que la capacidad del lenguaje está genéticamente determinada en el hombre y su desarrollo responde únicamente a la actualización de esta potencialidad.
Si bien el aparato fonador humano está dotado con las características fisiológicas necesarias para producir determinados sonidos que le son exclusivos, la adquisición del lenguaje, lejos de ser algo innato, es un proceso basado en la imitación de patrones.
La existencia de los denominados “niños salvajes” que, habiendo invertido los primeros años de su vida privados del contacto humano, resultaron ser incapaces de adquirir o al menos dominar el lenguaje, nos prueba que la hipótesis del innatismo no es en absoluto justificable.
Demostrado este punto, parece obvio que el individuo desarrolla el lenguaje de una manera natural mediante la interacción con su entorno y la imitación de patrones.
Accedemos pues al conocimiento de nuestra lengua materna de un modo práctico que nos lleva de lo concreto a lo abstracto y nos permite participar del acto de habla infiriendo de la práctica las reglas que rigen la gramática.
Si es así como aprendemos nuestra lengua materna, ¿por qué enfocar la aproximación a una segunda lengua de forma inversa?
La gramática tradicional basaba el grueso de su técnica en el aprendizaje deductivo. Se presentaba al alumno un conjunto de reglas gramaticales teóricas que luego habría de aplicar para la resolución de los ejercicios propuestos.
Este proceso supone ir de lo abstracto a lo concreto y genera en el estudiante una sensación de inseguridad, al no ser la forma natural de aproximación al conocimiento lingüístico.
Los enfoques más modernos han optado por invertir este sistema, favoreciendo que sea el alumno quien infiera las reglas a través de la práctica, tal y como sucede en el proceso de adquisición del lenguaje.
Con este método, el estudiante alcanza sus propias conclusiones, ejerce un papel más activo en el proceso de aprendizaje y las reglas por él inferidas le resultan más sencillas de comprender, recordar y extrapolar en la práctica a otros casos similares.
La autonomía lingüística suele ser mucho mayor cuando se aplica este método en la mayoría de los casos, pues permite al alumno construir estructuras de manera espontánea sin tener que remitirse constantemente a la base teórica, tal y como sucede generalmente con el enfoque deductivo.
Una vez más, la experiencia nos demuestra que el modo más efectivo de alcanzar nuestro objetivo, es a menudo aquél con el que opera la naturaleza.
En palabras de H.D. Thoreau: “Hay en la naturaleza un sutil magnetismo y, si nos ceñimos a él, sin duda nos llevará por el camino correcto”